Elaborar una “teoría del naturismo” es complejo. Determinadas prácticas deberían explicarse por ellas mismas, sin necesidad de hacer acopio de grandes procesos conceptuales o de teorías bien trabadas. Tal vez, no lo niego, pueda haber alguna necesidad al comienzo (superar el pudor, distinguir la contemplación de un cuerpo desnudo de su cruda observación, aunar el nudismo dentro de una serie de valores naturistas mayores…), es decir, agarraderas para quien se inicia y debe luchar contra sus temores y prejuicios, sobre todo si es conducido por alguien a la vía y no llega a ella conscientemente, de la noche a la mañana, a modo de verdadero hallazgo.
Sin embargo, una vez se trata de algo ya asumido, puede existir una mayor o menor especulación, pero ésta resultará huera o, como mínimo, redundante, pues la acción es al mismo tiempo reflexión. Y, evidentemente, tampoco hay ninguna técnica transmitida, ni lecciones teóricas imprescindibles. Uno llega a la playa y se desnuda. Punto final. El resto de palabras, o de ideas, sobra.
Ante esta toma de partido, sí pueden aparecer las réplicas, las objeciones o las dudas del no naturista. O, con otros términos, su estupor, su rechazo o su envidia. Por necesidad, más tarde, habrá de surgir el diálogo y el intento de hacerse comprender, pues el naturismo aún no tengo claro si ha de ser proselitista o se ha de mantener en un lugar exquisito de iniciados, de gente verdaderamente ajena a la moral rectora. Y quizá sea éste el primero de los valores del naturismo de una hipotética lista. En nuestra cultura, manchada por la represión cristiana, estar desnudo es un logro, porque ha habido, previamente, un proceso de desconexión de moralinas, complejos y traumas de quienes, a través de la negación del cuerpo, quisieron negar al hombre. En el miedo a mostrarse desnudo, se halla la vergüenza del propio cuerpo, una sensación no siempre emanada de uno, sino interiorizada por el propio “pecado” de los otros, por su visión enfermiza. El cuerpo humano, para muchas personas, se habría convertido en algo risible por su nerviosismo ante la visión de aquello que, atendiendo a su mentalidad, debería haber permanecido oculto. Los adultos se ríen, tiernamente, de los órganos infantiles; los varones, patéticamente, sonríen ante cualquier mujer (desnuda o no…); las mujeres se carcajean de los genitales masculinos… Hay toda una gama de reacciones ante la visión de los órganos sexuales de los demás. Y esto ni es natural ni habría de ser normal (por supuesto, menos aún norma de conducta en la sociedad del siglo XXI, donde la despreocupación y la libertad se confunden con la desfachatez y el mal gusto). Ahora bien, los cuerpos nos resultan hermosos. Nos gusta contemplar la belleza de unas formas delicadas o viriles; a la vez, nos sentimos felices de que se comparta con nosotros un cuerpo ajeno a los cánones, es decir, un cuerpo gordo, feo, delgadísimo, anciano, mutilado… pues rezuman la plenitud de la existencia, son todos ellos la mostración concreta de la vida tal y como ésta es en verdad, sin aditamentos culturales. Es en este terreno donde se ha de indagar para acceder al meollo del naturismo. Habrá, es lógico, preferencias (el naturismo en exteriores o también en interiores) o diferentes modos de entender las relaciones con los más cercanos. Será, con todo, algo tangencial a la vía naturista propiamente dicha.
Además, debido a las peculiaridades climáticas de la Península Ibérica (y también al lugar desde donde escribo ahora, Ciudad de Valencia), es la playa el lugar más adecuado para comenzar este camino. No el único: una de las características de la vida naturista es estar desnudo donde sea. Qué duda cabe de que el clima influye también en el modo de vivir el naturismo, pues no se trata de llegar a ningún primitivismo literario (el de quien ve en el desnudo una cercanía mayor con el “buen salvaje” rousseauniano) o de considerar la desnudez el estado natural del hombre, sino de esgrimir un comportamiento inhabitual, adoptar sin fisuras una elección a la cual se llega partiendo de motivaciones varias.
No es improcedente distinguir entre el nudista y el naturista.
Un distingo imposible en la práctica real, aunque sí tomando como referencia la mayor o menor reflexión del individuo. Ser nudista es muy fácil: hay que quitarse el bañador y tumbarse. Al cabo de un par de horas, uno se lo vuelve a poner y se va. No hace falta suponer ningún grado de reflexión sobre la ecología, el vegetarianismo, la defensa de los animales, la igualdad de los géneros y de las opciones sexuales, el paganismo como vía religiosa… Nada de esto es necesario. Sin embargo, en este mundo de mensajes publicitarios (un argumento esgrimido por algunas asociaciones naturistas es el ahorro en bañadores, tangas o bikinis), de pudores ridículos, de abuso del cuerpo humano como mercancía, de hipertrofia genital masculina, a la persona que se queda desnuda con otras personas se le ha de reconocer el valor de transgredir las normas sociales imperantes. Normas estúpidas, qué duda cabe. Y la trasgresión siempre es el comienzo de la libertad. Así y todo, esa persona aún no será naturista; se hallará, eso sí, en el camino en cuyo trayecto pueda continuar preguntándose porques. Con su desnudez habrá conquistado un espacio para todos. Y sólo sin ropa se da uno cuenta de la ridiculez de los taparrabos en la playa o de su incomodidad a la hora de nadar. Se tratará, por tanto, de un conocimiento puesto en acción, de una verdad aprendida mediante la experiencia.
¿Qué experiencia? La de haberse quitado todas las prendas de vestir y no sólo seguir siendo uno mismo, sino ser más uno mismo todavía.
Determinadas personas relacionan la desnudez con la vulnerabilidad; bien al contrario, la desnudez es afirmación, e incluso afirmación categórica de la personalidad de uno. En las relaciones con los demás, está ausente el filtro de las ropas, las pinturas, los adornos y, así, se arrincona cualquier condicionamiento: hay otro ser humano junto a nosotros y bajo la ausencia de premisas nos relacionamos con él. Y, por supuesto, no está prohibido ver. Llegar a una playa nudista y meter la cabeza debajo de una toalla sería la misma actitud pacata que no ir: ni uno ha de exhibirse ni tampoco ha de intentar no ser visto; ahora bien, de ahí a esquivar los ojos o los cuerpos hay un trecho. Esta naturalidad falta, a menudo, como comportamiento usual. Uno se ha de poner donde quiera ponerse, no donde haya menos gente; uno ha de mirar hacia el lugar del mar que le apetezca, sin desviar la mirada si por casualidad surge un cuerpo del agua; uno ha de disponerse como le venga en gana, sin preocuparse de si queda estética la barriga o de si así cierro más las piernas. Observar estos principios es necesario, pues a ver si vamos a pensar que yendo a una playa naturista estamos liberándonos de todos los prejuicios cuando, bien distinto, estaríamos cambiándolos por otros diferentes.
De hecho, uno de los principales logros que se han de adquirir en el hecho de estar desnudo es no pensar que se está desnudo, porque ése será nuestro estado natural en esas horas. Y si uno está relajado no da importancia alguna a por qué lo está. Simplemente, lo goza. Se puede vivir lo habitual de la desnudez sin perder la atracción corporal de una sonrisa, un gesto con la mano, una postura o las formas canónicas de la belleza. Abundantes precedentes tenemos como para dejarnos guiar y no confundir el terror al cuerpo (la condena del naturismo) con el terror del cuerpo: esto sería considerar el naturismo como una especie de ascesis; en ella, la negación de la desnudez se constituiría en victoria –soy inmune a la desnudez de los demás, es decir, a los demás–, sí, pero en victoria pírrica.
Y a pesar de todo, me sigo preguntando si los naturistas hacemos proselitismo.
O lo contrario, es decir, si nuestras palabras no afianzan más la resolución de la mayoría de la gente en su no rotundo a desnudarse con otros seres humanos. A fin de cuentas, no voy a negar que el nudismo es minoritario; por esta misma razón habría en él algo de elitista: en nuestra actual cultura, como decía, supone una interiorización previa, un dar la espalda a cuanto se nos inculca, tanto desde las tribuna reaccionarias como de las aparentemente progresistas. No hacemos el juego a los unos ni a los otros. En pocas palabras, ni cilicio ni liberación cegata: el nudismo no acaba en sexo ni para mal ni para bien; no somos degenerados ni los más maravillosos de la Tierra; no lo hacemos para odiar ni para ser odiados. Lo hacemos o porque lo deseamos (nudismo) o porque es parte de un plan de vida más amplio (naturismo). De ahí su condición de “asunto aparte”. La etiqueta la colgará la sociedad en su conjunto, pero será posterior a la toma de conciencia, al hecho siempre afirmativo de querer ser uno mismo. Y éste no admitirá, jamás, casillas, clasificaciones o modas. En esta realidad, se incardina el sendero naturista para ser vivido como exploración solitaria y en comunidad, donde romper de una vez por todas la manipulación que se exige para ser admitido entre los idénticos: ese lugar de producción en cadena, previsible, donde estamos sometidos día tras día. Fuente: www.generacionxxi.com/TEMAS/naturismo.htm Autor: Josep Carles Laínez
¡VIVA EL NATURISMO!
¡VIVA LA LIBERTAD!
domingo, 31 de julio de 2011
TEORIA DEL NATURISMO (ESPAÑA)
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